Podemos
llamarla moral, ética, creencias o principios. No se trata de entrar en
una discusión de tipo semántico, pero el caso es que todos vivimos nuestras vidas de acuerdo con una serie de reglas que difieren inevitablemente de unos a otros.
A nadie le gusta hacer cosas que van contra su moral pero tampoco no
tener dinero para pagar sus facturas. Aun así, aunque aparentemente
invisible, hay una línea entre lo moralmente aceptable y lo inaceptable. La cuestión es si los publicitarios pueden reservarse o no el derecho de no cruzarla.
En el a menudo antiético mundo de la publicidad,
¿qué trabajo es más creativo, el de aquel que deja la moral en la puerta
cada vez que entra en una agencia o el de aquel que permite que sus
valores contaminen lo que está haciendo?
En ocasiones, la industria publicitaria es tan cruel que puede poner al límite la moral de los que trabajan para ella.
Los que ponen por primera vez pie en el universo de la publicidad lo
hacen la mayor parte de las veces para descubrir que en este mundillo no
es todo tan glamouroso como parece. Es cierto que hay creativos
trabajando en grandes cuentas para grandes clientes, por a los “novatos” les toca quedarse con los “desperdicios”, explica Felix Unger en The Denver Egotist.
Entonces, de repente un día el “novato” deja de serlo y el director creativo de la agencia le da la oportunidad de trabajar en una gran cuenta,
con un pequeño inconveniente, eso sí. El “aprendiz” está totalmente en
contra del tabaco y la cuenta pertenece a una marca de cigarrillos, que
para mayor escarnio quiere conquistar a los consumidores de un país muy
pobre.
¿Qué hace entonces el publicitario en ciernes? ¿Hace
caso a su moral y declina una oferta que es a todas luces una buena
oportunidad para escalar posiciones en la agencia? ¿O acepta un trabajo
que muy probablemente contribuirá a que personas pobres que no pueden
permitírselo compren un producto perjudicial para la salud?
Casi con toda seguridad, el publicitario se decanta por la segunda de las opciones y no sólo eso, sino que obtiene un éxito arrollador con el trabajo.
Gracias a este primer éxito, el aspirante a publicitario se
gana un puesto dentro de la agencia y pronto gana un ascenso. Y lo
consigue a base de pisotear una y otra vez sus principios morales. Su trabajo es hacer feliz al cliente y nada más. En sus reuniones con el cliente, no hay sillón para la ética.
Sin embargo, renunciar a la moral no significa renunciar al
arrepentimiento. El publicitario sabe que, con algunas de sus campañas,
estafó a miles de consumidores, todo fue legal, pero es consciente de que cruzó una línea que quizás no debería haber cruzado.
Ese publicitario que comenzó siendo “novato” y ahora está
curtido en el negocio de la publicidad se pregunta si es el único que ha
renunciado completamente a su moral para hacer (y también mantener) su
trabajo. Se pregunta si un publicitario vegetariano podría
hacer anuncios para una cadena de hamburgueserías, si un ex alcohólico
vendería bebidas alcohólicas o si un pacifista haría publicidad en favor
de las Fuerzas Armadas. Y el creativo llega a la que conclusión de que,
muy probablemente, lo harían.
En el pasado, cuando conseguir un trabajo era relativamente fácil en la industria publicitaria, era más fácil para los creativos hacer caso a su moral. Era posible rechazar cuentas e incluso poner objeciones a las ideas de los clientes.El panorama es bien distinto hoy en día, cuando la industria publicitaria es tan frágil que no sólo es complicado encontrar empleo, sino también mantener el puesto.
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